1/2/18

Yací y Araí (Leyenda guaraní)

Hace siglos, cuando aún no habían llegado a estas tierras los españoles, vivía en el firmamento una joven muy pálida que sólo salía de noche.
por Cristina Bajo |




Durante el día dormía profundamente y recién despertaba cuando se escondía el sol, pero en cuanto se anunciaba un nuevo día, debía regresar a su casa.
Desde arriba, flotando entre las estrellas, perseguía las luciérnagas, observaba con curiosidad la selva todavía sin nombre, aspiraba el aroma de las flores y oía al río Paraná fluyendo entre las sombras.
Le gustaban los pájaros, pero sólo podía ver o perseguir a los nocturnos, pues los que tenían el canto más dulce dormían mientras ella se movía, como sonámbula, en la noche. Sólo tenía una amiga -Araí, la nube-, que solía contarle sobre aquellas cosas tan bellas que nunca podría ver.
-Debes consolarte -le aconsejaba-, pues tú Yací (la Luna) eres la reina de la noche. Yo soy sólo una pequeña diosa.
Una vez que estaba quejándose de que no podía saber qué hacían sus hijos, los hombres, de día, Araí la convenció de que cambiaran de forma y se mezclaran con los guaraníes.
-Para que no nos reconozcan, tomaremos la forma de los humanos y ellos no lo sabrán -dijo la Nube-.
Y con unas palabras mágicas hizo que ambas se convirtieran en dos hermosas jóvenes, una morena y la otra muy blanca. Y así, como muchachas andariegas, bajaban del cielo y se divertían recogiendo flores, escuchando el canto de los pájaros, dejándose ver por los hombres, que solían perseguirlas entre los enormes árboles sin poder alcanzarlas.
Pero mientras se divertían en estos juegos, no se dieron cuenta de que un enorme yaguareté iba siguiéndolas tan silenciosamente que ni siquiera lo oían respirar. Sin embargo, alguien seguía, a su vez, al yaguareté: era el hechicero de la tribu, que sospechando que aquellas travesuras debían ser de seres sobrenaturales, comprendió que el felino, con su instinto de cazador, veía lo que él no podía distinguir. Más tarde o más temprano, el animal las atacaría y él debía evitarlo, pues ellas pertenecían al reino de los dioses. Muy astutamente, el hechicero trepó al árbol más alto y vigiló a las jóvenes mientras hacían coronas de flores; cuando notó que el felino iba a saltar sobre ellas, preparó el arco y disparó la flecha sobre la enorme cabeza, haciendo que el animal huyera en la espesura.
Sobresaltadas, las diosas volaron al cielo y comprendieron, mirando desde allí, que el hechicero les había salvado la vida.
Sobresaltadas, las diosas volaron al cielo y mirando desde allí, comprendieron que el anciano les había salvado la vida. Esa noche, cuando él se retiró a dormir, Yací y Araí se le aparecieron en sueños y le hicieron saber quiénes eran.
-Paí -dijo Yací-, te has portado como un valiente al salvar nuestras vidas, así que mucho te debemos… -Y queremos recompensar tu buen corazón.
-Mañana -dijo la Luna- al levantarte, verás al lado de tu choza una planta que hemos creado para ti. Se llama caá, y puedes tomarla como una bebida que da mucha fuerza y además, ayuda a pensar.
-Cuando sus hojas están verdes, son venenosas; debes tostarlas.
-La bebida te quitará el cansancio, curará tu cuerpo y te ayudará a reflexionar.
-Esta planta sellará la amistad entre hombres y dioses hasta el fin de los tiempos… Cuando el anciano despertó, pensó que había soñado, pero al salir de la choza vio el arbolito de la yerba mate. Desde entonces, el mate, en soledad o compartido, vivifica nuestro cuerpo y nos une en la amistad.

















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