Hace varios siglos, en el norte de la provincia de Córdoba, había una pequeña aldea de sanavirones, gente laboriosa y –según se dice– con sentido del humor. En ese pueblito, vivía un anciano con su nieto, Jahé, joven fuerte y de linda presencia, quien había aprendido a hacer el adobe y construía viviendas que el viento no pudiera llevarse, como pasaba con los toldos.
Un día en que descansaba bajo un tala, vio pasar a una hermosa joven que se dirigía hacia el
arroyo. Sus miradas se cruzaron por un instante y así se enamoraron, aunque ninguno sabía el nombre del otro. Cuando Jahé regresó del trabajo, contó al abuelo aquel encuentro y el viejo le dijo que no se ilusionara: era la hija del nuevo cacique y seguramente querrían unirla con alguien importante.
La joven, llamada Yunka, tenía varios enamorados y Jahé se enteró de que su padre había decidido casarla con el más fuerte de su pueblo. Esto no desanimó al muchacho, que comenzó a hacerse el encontradizo con ella, y cuando supo que el cacique iba a proponer una dura prueba a los pretendientes, fue el primero en presentarse ante él.
Aquella experiencia no sólo era terrible, sino también peligrosa: los jóvenes serían envueltos en el cuero de una vaca recién sacrificada y dejados al sol por varias horas. A medida que el cuero se secaba, se iba encogiendo y los jóvenes podían morir asfixiados. El ganador sería aquél que resistiera durante más horas el tormento.
El día de la prueba, ocho jóvenes aceptaron el reto y al atardecer, sólo quedaban Jahé y otro muchacho, quien a poco no soportó la prueba y, casi moribundo, fue devuelto a su familia. Pero cuando regresaron a declarar a Jahé el ganador, y desataron el cuero ardiente y endurecido, sólo encontraron un avecita marrón, insignificante, que soltó un trino y voló hasta el algarrobo de su abuelo y se quedó por allí, como esperando a su amada.
Yunka, que se había enamorado de aquel joven silencioso y de mirada firme, se encerró en una choza a llorar, negándose a comer y a obedecer a sus padres. El cacique pensó que pronto se le pasaría, pero al otro día vio venir a su mujer con la cabeza cubierta de polvo, señal de gran tristeza: al entrar a la choza no encontró a su hija, sólo había un avecita que escapó volando y fue a reunirse con la otra, que parecía esperarla en la rama del gran algarrobo.
En el monte de los sanavirones había un espíritu que protegía a los enamorados y éste, al ver el dolor de los jóvenes, decidió reunirlos convirtiendo a la hija del cacique en la compañera de Jahé. Y como señal de que aprobaba aquellos amores, esa noche envió una llovizna suave que atenuó la sequía de los campos.
Al día siguiente, para asombro de todos, oyeron los trinos de los pajaritos y al salir de sus chozas, los vieron amasando con sus picos y patitas el barro de un charco cercano. Ella traía briznas de paja y semillas mientras en una horqueta del árbol que cobijaba la choza de su abuelo, Jahé estaba construyendo una casita de barro, ayudado por su dulce compañera. Cuando, horas después, pudieron ver el hogar que habían construido, notaron que parecía un pequeño horno y les llamaron “horneros”.
Para nuestros serranos, representan el amor conyugal y el amor a los hijos: en su casita, los pichones están a salvo de depredadores, de la lluvia y del frío.
http://rumbos.viapais.com.ar/2018/04/29/jahe-y-yunka-la-leyenda-cordobesa-del-hornero/