Si les preguntara con qué personas prefieren pasar el tiempo, obtendría un sinnúmero de respuestas, pero les apuesto que el común denominador de todas sería el mismo: aquellos seres con quienes, por algún motivo, nos sentimos cerquita, aquellos con quienes tenemos afinidad.
Lindísima palabra. Proviene del latín “adfinitas” (ad+finis), para señalar al que está próximo al límite del otro. Señala un sentimiento de atracción, simpatía o compatibilidad de caracteres, opiniones, gustos entre dos o más personas.
Desde lo personal, buscamos vincularnos con quienes tenemos afinidad, esa será la base del amor y la amistad. A nivel social, nos permite formar asociaciones de diferentes razones: políticas, deportivas, religiosas, filosóficas, profesionales, etc.
En pocas palabras, nos acercamos a aquellos con quienes compartimos modos de leer la vida. ¿Y cómo nos acompaña nuestro cerebro? ¿Procesamos de diferente manera la información que proviene de alguien afín a nosotros?
Algo parecido se preguntaron científicos del Instituto del cerebro y la creatividad de la Universidad del Sur de California. Lisa Aziz-Zdeh, directora del proyecto, hipotetiza que la afinidad social influye en la percepción de acciones. Y, yendo más allá, asevera que el pertenecer a un grupo puede afectar las actividades sensorio motoras básicas, conduciendo a que procesemos información de distinta manera, de acuerdo a las similitudes físicas o de pensamiento, o a que nos sintamos más afines con alguien.
En el área frontal de nuestro cerebro existe un grupo de células denominadas “neuronas espejo”, que tienen la función de vincularnos empáticamente con los demás. Nos posibilitan identificarnos con lo que otra persona haga o sienta.
En el estudio llevado a cabo en California, descubrieron que, cuando nos vinculamos con alguien afín a nosotros, estas neuronas se activan y tendemos a interpretar algunas conductas de manera marcadamente diferente a que si son implementadas por sujetos no afines a nosotros.
Es decir que tendríamos como una especie de “lentes” que hacen que remarquemos las actitudes positivas para nosotros de quienes sentimos cerca e ignoremos aquellas que no nos resultan muy positivas.
Lo contrario ocurre cuando estamos con alguien no afín a nuestras preferencias.
¿No han notado que varias veces “dejamos pasar” actitudes a determinadas personas y no las toleramos en otras?
Nuestro cerebro activa zonas específicas (amígdala, corteza cingulada, ínsula) que modularán respuestas y actividad fisiológica de aceptación o rechazo de conductas de seres que sintamos afines a nosotros.
El impacto social es importante, porque esto nos lleva a congregarnos con quienes compartimos la misma forma de leer la realidad. Por ejemplo, se ha estudiado que grupos raciales “gatillan” las áreas antes mencionadas cuando ven videos en el que miembros de su raza sufren maltrato. No ocurre lo mismo cuando la agresión es sufrida por otras etnias.
La explicación podría ser que estamos más atentos a aquellas características de los otros que concuerdan con las nuestras porque facilitaría el agrupamiento y el ser humano es, por naturaleza, un ser social. El grupo aumenta las chances de supervivencia: si me junto con quienes mantengo afinidad, aumenta la posibilidad de que la relación prospere y de que unidos podamos hacer frente a potenciales peligros.
La cercanía, la afinidad, la simpatía con nuestros congéneres modifica la arquitectura de nuestro cerebro, que a su vez, en una danza recíproca, acentúa la sensación de cercanía y comunión.
Cecilia C. Ortiz / Neuropsicóloga / licceciortizm@gmail.com